Islas en la Red

11.2.04

La tierra de los vivos y los muertos



Las religiones animistas subsaharaianas han mantenido siempre que vivos y muertos comparten el mismo mundo, pero ocupando lugares o niveles diferentes, que, a veces, se entrecruzan de modo que un muerto vuelva a caminar entre los vivos, o un vivo pueda visitar las aldeas donde los muertos se refugian. Amos Tutuola, escritor nigeriano, dio fe de estos extraños cruces de caminos en sus obras "El bebedor de vino de palma" y "Mi vida en la maleza de los fantasmas".

Se cuenta que los antiguos mahos, habitantes de la isla de Fuerteventura, creían que sus muertos podían comunicarse con ellos, y que se acercaban a la costa en forma de nubes bajas a hablarles y a bailarles.

Puede sonar exótico, una superstición más de aborígenes precristianizados o pre islamizados, pero lo cierto es que vivos y muertos mantenemos una conversación continua en un espacio tan térreo, tan tangible como el de la imaginación personal y colectiva, en los mundos del arte, la literatura, la ciencia y la política. En nuestra cultura toda.

Uno así puede cruzarse a Manuel Padorno, atisbando la línea del horizonte en Punta Brava , porque si bien el hombre nos dejó hace un tiempo, el poeta sigue acechando la luminosidad que los cuerpos reflejan del sol, cada vez que alguien abre su "Canción Atlántica", y lee, despaciosamente, uno de sus poemas. O dejar que Francisco de Quevedo te cuente donde están las raíces de las insuperadas taras de un país llamado España. Cada vez que Melville nos habla con voz ronca, vemos dibujarse el lomo de la ballena blanca, de los deseos y los rencores que nos atropellan, próximos a la barra de Las Canteras. Y si uno se detiene el breve tiempo que lleva leer los poemas de "Lo imprevisto", poemario escrito en los almacenes-prisión de Fyffes, descubre que nada hay más estúpido que los verdugos que no pudieron impedir que López Torres se asome por las terrazas de Santa Cruz en los ojos de cualquier candidato a poeta, o en las bocas de los barrancos que cruzan la ciudad, deteniéndose en los gestos automáticos de los pescadores. Cada vez que silbo "jealous guy" tengo muy claro que la canción de ese muerto está bien viva, como la de Jara, o la de Mozart.

La ciencia, ya lo dejó dicho Hawking, se hace a golpe de encaramarse en hombros de gigantes, que pasean por los laboratorios y disparan objeciones para que las hipótesis se afinen.

Y la política. Poco hablamos con los muertos de política, con todo lo que tienen que contar. A algunos se les rompería el pecho de la risa viéndonos tan afanados con los pleitos antiguos y otros nos recordarían que nada es un regalo, que cada brizna de libertad que disfrutamos costó un riego de sangre y sufrimiento, y que nuestros hijos nos recordarán con desprecio si la malbaratamos, regalada a los que alimentan el miedo, que nos reseca y nos inutiliza.

Quizás deberíamos con más frecuencia pararnos a hablar con nuestros muertos. Es bien fácil. Y no exige aprender sahumerios ni la lectura de los caracoles. Basta con leer, ver, escuchar. Cosas que debimos aprender en la escuela.